Diálogo entre el tigrillo vagabundo y la dulce viejecita

Corregimiento San Sebastián de Palmitas


No muy lejos de aquí, donde se abunda en formas verdes y mágicas de la tierra, donde se respira la tranquilidad no conocida, se perciben carismas sinceros, que te tienden la mano, pese a ser un vagabundo como él, pues si, un tigrillo vagabundo él, un tigrillo que  recorre las montañas y que navega  las quebradas entre ellas, que va por  el mundo solo, en busca de un sitio donde el pensamiento despierte y pueda ser libre y no sólo se halle vagabundo entre nosotros, donde los sueños doten el día a día, donde las sonrisas te brinquen sin pedirlas, donde el agua y su danza constante que de las cordilleras riegas todo tu cuerpo territorial, en la cima de San Cristóbal, y a su vez, en la cima más alta de Medellín, se encontraba el tigrillo que si rumbo, se dejaba llevar por la brújula del viento, y trazaba caminos aclarados por el sol, se hallaba allí, aún viendo un pronunciado atardecer, como se ocultaba poco a poco entre una esquina muy verde y muy alta, por allá en San Sebastián de Palmitas, siguiendo a su instinto viajero, y un olor muy dulce a panela, se sumerge en el camino tranquilo del Virrey,  atendiendo a los sonidos suaves del río, se dirige allí donde una chimenea pronuncia con su humo, una buena actividad encarnada por una viejecita que sopla y sopla para el fuego avivar.

Ella, una tierna y dulce viejecita, que con cabellera larga y como de plata, no sé si por el fuego o por el sol algo colorada pero también dorada más vital que la propia agua, se encontraba en la molienda de su morada, con fuertes brazos ella rema y bate en lo que de la tierra nace el más dulce alimento que conocemos como caña, ella, campesina, luchadora, a quien el trabajo y la tradición la hizo madurar a muy joven edad, que día a día muy temprano se levanta, al agua helada gustosa va después de mucho madrugar, luego los tragos ella se da, una aguita de manzanilla, cidrón o albahaca. Más adelante con su falda de flores, va hasta el gallinero a alimentar a los pollos y a recoger los huevos para truequear, luego pasa donde las vacas a ordeñarlas, y donde los cerdos a alimentarlos, observando desde muy alto a sus caballos galopar, al fondo apreciando cultivos de café, de caña y un gran maizal. Con machete en mano y canasta al hombro, antes de que el sol comience a quemar, ella se prepara para cosechar.

El tigrillo no duda en acercarse y en recurrir a descubrir una nueva historia tejida por otras más, se posa firme y agraciadamente y comienza a dialogar.
-¿Y tú a qué vienes por acá, de dónde vienes?, responde él, al curioso saludo interrogante: me encontraba recorriendo las calles duras, donde evidentemente ya la modernidad ha llegado, pero lo curioso fuera de toda esa masa gris organizada, me hallaba en su centro, observando que el cuerpo no solo era el cemento donde me encontraba, si no también veía  los mágicos cerros, y fuentes de poder de este territorio. Me orienté por el sol, y esperé a que se ocultase,  y seguí su último rayo, y decidí dirigirme a aquel rincón donde se ocultó, San Sebastián de Palmitas, mi último lugar en la lista del camino Aburrá. Pero antes de eso, en mi travesía por el Valle de Aburrá, conocí recorriendo:
A San Cristóbal, conocida como la culata, camino de arrieros y mulas, lugar de tránsito, conector entre el occidente y el centro administrativo, posee el lugar más alto de Medellín, el cerro del padre Amaya, que junto a la Serranía de las Baldías son semi-páramo, la quebrada la Iguaná, las flores se mecen en la cuna de Santa Elena, pero se germinan en la despensa de San Cristóbal.

Corregimiento San Sebastián de Palmitas


A San Antonio de Prado, el más poblado de todos, el que más veloz vence cemento sobre el pasto verde, el que más se acerca en alcanzar el cielo pero con bloques de concreto, pero que aún conserva en lo más alto de sus montañas, el Alto de Manzanillo, El Silencio y El Romeral.

Santa Elena, al oriente donde los primeros rayos del sol llegan cada día, rica en minas de sales subterráneas entre las montañas, una cultura floricultura muy propia, y un legado indígena que aún sigue vigente en la memoria del territorio.

A Altavista, que bien oculta se encuentra, entre senderos pronunciados entre verdes y cafés  se aprecian corredores de lodo, conformando ladrilleras para moldear material prima o arte también.

Y ya me encuentro aquí en San Sebastián de Palmitas, el más escondido de todos, entre las alturas, entre la densa niebla y entre el fresco y tranquilo ambiente, desde aquí observo el teleférico, ¿comunica veredas?

De mi recorrido por los corregimientos me he dado cuenta que aunque recónditos son muy auténticos, son los que custodian la urbe, son los que circundan el centro, entre caminos de herraduras y caminos y senderos ancestrales ecológicos se conectan entre sí, con miradores para dar vista a cada extremo de la ciudad, el alto de boquerón, los cerros, las carreteras entre montañas; los corregimientos y la urbe son un sistema, los corregimientos y la urbe son y conforman ciudad.

¿Y tú qué me puedes contar?

Comunica a tres veredas. El teleférico. Me llamo Miguela, nací en Santa Elena y mire a donde vine a parar, ella recuerda que de entre 7 hermanos, ella fue la más a cercana a su hogar quedar. Ella como todas, a temprana a edad la vinieron a casar, y con el paso de los años de su “esposo se llego a enamorar”, y pues de mi eso sólo te voy a contar. ¿Y qué más te pasó en tu travesía por la ciudad?

Pues no todo fue bello, hay historias que sucedieron tristes y que me contaron allá: -una de ellas, me la contaron un par de esposos del centro de la ciudad: resulta que en un pueblo cualquiera, de una zona cualquiera, una familia de campesinos, fueron desterrados de su tierra. Una noche, en que la luna brillaba con pudor, unos hombres armados irrumpieron la tranquilidad del hogar para anunciarles a Pedro, Lola y su hijita Martina, que su tierra ya no les pertenecía. Razones valederas no hubo, argumentos verídicos tampoco, respuestas verosímiles menos: sólo decían que a partir de ese momento, su tierra ya no era su tierra; a partir de ese momento, su tierra, sería una tierra ajena, desconocida.

Con algo más y algo menos que sus vidas, huyeron por caminos baldíos de aquella tierra que araron con pasión, de la finca que construyeron con esfuerzo, de los animales sus amigos, de la naturaleza su aliada. Lágrimas se derramaban por sus ojos, sus pies corrían para que los criminales no los alcanzaran; Pedro cargaba a la niña y Lola, a la única maleta con ropa que pudo rescatar del motín. No sabían a dónde llegarían sus pasos, cuál sería su destino en una tierra estéril para sus existencias. Después de mucho caminar, de las llagas formadas en sus pies por el afán de salvarse, arribaron a la ciudad, un colosal lote de cemento que abría sus fauces para comérselos de un solo bocado.

Estaban abrumados, no sabían qué camino correr, hacía dónde ir, con quién hablar. En su tierra, sólo había paz y tranquilidad, en esta nueva, sólo había ruido y hostilidad. Lola descargó la maleta en el asfalto, Pedro se fue a buscar ayuda dejando a Martina junto con ella. Al cabo de media hora, regresó con una idea desastrosa para el orgullo y quizás, efectiva para su capital. Tardó mucho en convencer a su esposa, más de la media hora que tardó en concebir su idea, pero lo logró; sabía que iba a lograrlo. Entonces, ese mismo día, su orgullo y dignidad, comenzó a perderse.

De campesinos a mendigos. La gente, se compadecía y no era para menos, la escena era conmovedora. Había unos cuantos escépticos que se negaban a colaborar con la causa abduciendo motivos racionales y tal vez, justos. Pero la gran mayoría, lograba conmoverse. La familia pronto, comenzó a acumular dinero, sus gastos eran pocos pues dormían en las calles del centro, debajo del río o en cualquier lugar que resultase medio cómodo. Su ruta de “trabajo” comenzó a extenderse: pasaron del Parque Berrío a las calles de San Antonio, de ahí a Prado Centro, luego a Alpujarra donde pocos se negaban a dar su aporte, posteriormente a Exposiciones abordando a transeúntes desprevenidos, tampoco El Poblado se salvó y algunos cuantos participaron del festín, mucho menos dejaron de ir a la estación Hospital donde todos están enfermos de todo menos de falta de plata, así mismo no dejaron de ir a Universidad, allí los conocí, donde algún estudiante crédulo arrojó unos cuantas monedas a su alcancía callejera llena de valor. Y así como pasaron de lugar en lugar, pasaron también los años y con ellos los problemas: la policía, la comunidad que empezaba a rechazarlos fuertemente, la competencia con los nuevos desplazados que llegaban a la ciudad en una cantidad que aumentaba año tras año. En todo caso, el negocio, estaba dejando de ser tan rentable como antes.



La viejecita mientras el relato impredecible del tigrillo se sirvió para los dos una aguapanela recién hecha y muy caliente, e invitó aquel visitante a su cálido hogar a  descansar, se posó sobre un tapete al lado de la chimenea y observó el sol apoderarse poco a poco del sitio con su brillo de medio día, y comenzó a observar un albúm de mil fotos, donde no faltaba en ninguna la dulce viejecita, ahora la que tendría que relatar algunas historias sería ella, por lo que no dudo entonces en emplear al tigrillo en la molienda para muchas aguapanelas poder preparar. 


Escrito por: Juan Gabriel Restrepo, Sociólogo de la Universidad de Antioquia, miembro y promotor de la REDAJIC.  

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